domingo, diciembre 31, 2017

Fin de año con Murakami

Sea el dios del jazz, o el dios de los gays —o cualquier otro dios, no importa cuál—, lo que deseo es que uno de ellos proteja a aquella mujer, en alguna parte, humildemente, bajo la apariencia de una casualidad. Lo deseo de corazón. De una manera muy simple
—Haruki Murakami. Sauce ciego, mujer dormida

A Murakami lo conocí cuando estaba de viaje, en una librería de Madrid mientras pensaba en una que entonces no estaba conmigo y ahora tampoco. En ese viaje, durante poco más de un mes, llamé todos los días al mismo teléfono y cada día me respondía la misma voz al otro lado. Acaso por eso se me quedó grabada la imagen que hay al final de ese libro: un desesperado llama en medio de ninguna parte, ni siquiera sabe bien dónde está, pero llama y al otro lado, una voz le responde.


—La versión fílmica es preciosa—

Hace poco alguien me dijo que esos libros le hartan porque no pasa gran cosa, doscientas páginas y el tipo sigue buscando un gato. Esa crítica me sonó a verdad porque, haciendo memoria, y con alguna excepción, las historias de Murakami no son propiamente historias. Acaso sería mejor describirlas como situaciones que se alargan y se tuercen sobre sí mismas, reflexionando largamente. A veces ni siquiera se resuelven. Recuerdo estar leyendo La crónica del pájaro que da vuelta al mundo en la playa, bebiendo como cosaco, rodeado de amigos. Recuerdo que me dejó muy contento. Pero, por mi vida, me sería bastante difícil decir de qué va, o en qué termina. Sé que Creí que se trataba de un tipo busca un gato, que conoce a Jack Daniel, Johnny Walker, el del whisky, y al Coronel Sanders, pero ¿encuentra al gato? ¡Pero ese es otro libro de Murakami! Kafka en la orilla. Viéndolo bien, ese final de cabina telefónica y voces distantes no es un final, sino el principio de una historia que no van a contarnos, o que acaso está por escribirse.

     Creo que por esto último, porque son sólo principio sin final, es que les tengo tanto cariño a los libros de Murakami. Hasta ahora que lo pienso así, me doy cuenta de que en eso tiene mucho en común con Kafka (o con lo que se dice casi siempre de Kafka). Situaciones laberínticas, opresivas o desesperadas que no van a ningún sitio. Pero en las últimas líneas, Murakami siempre deja una puerta abierta, un guiño que obliga al lector —o a mí, en concreto— a darse cuenta de que, aunque el libro está terminado, no todo está dicho, no todo ha sucedido.

     En más de una ocasión, como lo he escrito antes, las novelas de Murakami me han arrancado de la orilla del abismo. Debe ser por eso. Cuando uno se siente tentado a creer que ahora sí, aquí se acabó la cosa, la novela le obliga a uno a tragarse dos medicinas amargas: por una parte, le has estado dando demasiadas vueltas a las cosas y así creas tu propia miseria; por la otra, cuando una historia termina, sólo puede ser porque sugiere el principio de otra. Acaso Murakami escribe novelas que se justifican por los quince minutos, los veinte días, la vida entera que sigue la última palabra leída.



Lo que no significa que mienta quien dice que en esos libros no pasa nada. Es verdad: pasa todo, y nada. Es un refinamiento al estilo de los stilnovistas que con un gesto, una palabra, introducían cambios cataclísmicos en sus universos narrativos. Son Paolo y Francesca, decía Borges, decía Dante, decía mi hermano, que en el infierno saben que su desgracia fue cosa de sentarse a leer un rato. Una mirada, un movimiento de mano, un instante retorcido sobre sí mismo hasta la eternidad. Este es un concepto que El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas lleva hasta extremos majestuosos, estrambóticos, bellos. En La crónica del pájaro que da cuerda al mundo es un gato perdido el que introduce los milagros al mundo. Así, de lo más nimio, desde donde no pasa nada, puede también suceder todo.
 
     En fin, que me encanta Murakami cuando el año termina y empieza otro. Porque ese terminar y empezar no son sino ilusiones, los cortes en el tiempo son aquellos que buenamente nos inventamos. Además, creo que el mejor ánimo para leer por primera vez a Murakami es en medio de una crisis. Cuando los tinieblos te cierran el paso, la muerte o el abandono te la tienen sentenciada. Ahí hay que empezar. El resto es magia y volver de vez en cuando. Recordar que amanece, como lo dice un personaje que acaso es paredro del mismo Haruki Murakami:
«Voy a escribir otro tipo de historias», pensó Jupei. «El tipo de relatos en los que alguien aguarda, ilusionado, lleno de impaciencia, a que amanezca y el mundo se ilumine para poder abrazar con fuerza, envuelto en esta nueva luz, a los seres que ama. Pero ahora, de momento, estoy aquí y debo protegerlas a las dos. Nadie las encerrará en ninguna caja absurda. Nadie. Jamás. Aunque el cielo se derrumbe, aunque la tierra, rugiendo, se abra»
—“La torta de miel” en Después del Terremoto. HM—

Como cada día empieza un año. Como cada encuentro y cada instante son buenos pretextos para que todo siga igual, pero se transforme. También a mí me gustaría decirle eso. Que nadie la encerrará en una caja absurda. Nadie, jamás. Y empezar, a partir de ese flagrante robo de palabras, a escribir una historia nueva.