jueves, noviembre 30, 2017

Debemos ser miserables

¿Sólo será posible la literatura desde la posición del perdedor?
—Günter Grass. De Alemania a Alemania. Diario, 1990.

Ha sido un mes bastante desangelado para escribir. Quiero decir: tengo discutibles ideas, pero apenas me he dedicado a su ejecución. En consecuencia, intento apenas el esbozo de una idea, cosa que tiene un brillo especial mientras leo De Alemania a Alemania de Grass.

     El principio de este borrador está en un artículo que leí sobre el hecho de que los personajes de televisión —y muchas veces también los literarios— son tan rematadamente tontos que desesperan a cualquiera. Ya se sabe, en películas de horror todo el mundo corre para donde no debiera. O la idiotez manifiesta de la policía en contraste con Sherlock y Dupin. Me pregunto si puede contarse una historia en que la artificiosa imbecilidad de los protagonistas no figure. Pensando en eso, topé con una idea maravillosa de Schopenhauer que, con sencillez, demuestra la necesidad de lo irracional para generar tensión dramática:
De diez cosas que nos fastidian, nueve no lo harían si las comprendiéramos a partir de sus causas, reconociendo con ello su necesidad y su verdadera índole: pero esto nos pasaría mucho más a menudo si las convirtiéramos en objeto de la reflexión antes que del fervor o el disgusto.



 —Gustave Doré. Elaine and Lancelot

En otras palabras: el drama depende de que uno actúe como idiota. Quizá así se expliquen las precarias decisiones creativas que describía yo en la composición de esa novela de concurso el mes pasado.

     Juego con la posibilidad de un personaje que actúa según esta máxima schopenhaueriana para ahorrarse el fastidio de la vida cotidiana y los conflictos sociales. Pensemos en un personaje que antes que fastidiarse, de saltar al fervor o al disgusto, inquiere sobre las causas, la necesidad oculta en toda conducta humana. Pase lo que pase, el sujeto actúa sin emoción, busca entender.

     Se trataría de un tipo más bien confundido y consciente de estarlo, pues —buen discípulo de Schopi— sabría que la voluntad se demuestra únicamente con acciones. Considera que inquirir sobre las causas de una acción lo llevará a conocer a las personas como son, no como pretenden ser. Conocer a los demás es entenderlos y así se acabarían los disgustos, el sufrimiento. Quizá es el primer tipo que quiere poner esta sabiduría de lugar común en práctica: entender al otro para lograr la armonía, la paz.

     Siguen ejemplos:

    En una fiesta charlando con amigos, el personaje comenta que sueña con volver a relacionarse con su ex pareja. Esa ex ya tiene descendencia propia. El personaje se siente perfectamente capaz de aceptar esa situación, de adoptar. Uno de sus amigos opina que eso no es posible, que Arturo sería incapaz de aceptar un hijo ajeno. Arturo, quien debería hablar en primera persona toma la palabra en el relato:

     Es claro que reconozco el juicio moral negativo en lo que se dice, pero eso no lo puedo discutir, cada quien se hace los juicios que buenamente quiera. Lo que a mí me interesaría saber es la causa de ese juicio; el proceso lógico, emocional o lingüístico del que esa conclusión ha derivado. Plantear esta pregunta, sin embargo, lleva a la ruptura de la comunicación. Como si mi curiosidad por las premisas implicara un rechazo del juicio o de la persona. Pero no hay furor ni disgusto en mi pregunta, la curiosidad me ha curado de esas emociones. En todo caso, el juicio habla de quién es la persona que lo hace, no de aquél que es objeto del juicio. Pero no hubo manera de conseguir razones, terminaron callándome, diciéndome que todo lo que quería era discutir. Acaso la pregunta más horrible que puede plantearse es ¿por qué?
 
     Como autor, tendría que admitir que es verdad. No puedo imaginarme cómo sería una respuesta congruente a la pregunta que plantea Arturo. Sobre todo, si se plantea un universo enteramente schopenhaueriano en que los juicios son necesarios y predecibles. En que los errores de juicio se esclarecen con un mejor conocimiento de la realidad. Una amable charla debería llevar al cambio de opinión, ajustar el juicio. Pero ¿cómo sería esa charla? Quizá no podemos ser del todo conscientes de aquello que determina nuestro juicio y por lo tanto la charla es imposible.

     Arturo de nuevo:
 
     La última vez que me dejaron plantado, quería conocer la causa. Aquello que hacemos, revela qué queremos. Quien me planto lo hizo porque ese fue su deseo. Me parece muy sano, puesto que cada quien tiene el derecho de decidir cuándo y a dónde llegar o no. Quizá sea un tanto desconsiderado, pero eso sería un dilema ético, que aquí no viene al caso. Pregunté por qué y la persona que me plantó procedió a describir aquello que hizo en vez de acudir a nuestro compromiso. Pero eso no respondía a mi pregunta. Evidentemente hiciste lo que preferiste hacer, mi duda es por qué preferiste hacer todo aquello en vez de esto. O todavía más estrambótico, por qué decidiste concertar una reunión cuando, como se deriva de tu conducta, no deseabas reunirte conmigo. Alguna causa debe haber. Propuse hipótesis y ahí acabó la comunicación. Según me respondió aquella persona, yo le estaba proponiendo una pelea, una discusión. Me dijo que no se prestaría a eso. No quería pelear. Ahí me surgió una nueva duda, ¿por qué alguien querría tomar por ánimo de pelea una simple curiosidad? Que quiere tomarlo por ese lado se demuestra por el hecho de que lo hizo. Uno expresa su voluntad en sus actos. Y a veces no hay nada más violento que no actuar.
 
     Después de otros tantos episodios en que Arturo intenta abordar las pequeñas inconveniencias sociales por el lado de su homónimo, terminaría, efectivamente, sin llegar al furor ni al disgusto, pero acosado por una curiosidad acuciante que ni siquiera el autor del cuento podría saciar...

     Arturo:

     Quizá sea más sencillo hacer como todo el mundo y pasar directo al fervor o al disgusto. Por lo menos son estados transitorios que se olvidan rápido. Estas dudas, en cambio, existen y seguirán existiendo hasta que sean respondidas; es decir: nunca. Allá, en su paz, los otros ya pasaron del furor o del disgusto a la mera indiferencia. Y uno aquí dubitativo como Descartes y sin poder dormir de pura curiosidad. Es que, en serio, si el hecho expresa inequívocamente la voluntad, ¿por qué alguien tomaría voluntariamente por ánimo de pelea o discusión una pregunta curiosa? Es decir, su voluntad se pronunció en favor de una discusión. Y de inmediato se retiró de la pelea diciendo que no quería hacerlo. Pero se retiró con más furor y disgusto que si  se hubiese planteado una pelea.

     Está claro que un personaje excesivamente observador, o que pretendiera seguir el camino de la razón antes que el del furor o el disgusto sería un fracaso. No podría interactuar con ningún otro personaje. Al contrario de lo que parece plantear Schopenhauer, este camino no lo sustraería de la miseria sino acaso, por el contrario, terminaría por multiplicar su fastidio, sus enfrentamientos con las personas “normales”. La peripecia estriba en que un personaje demasiado racional también fracasa y sólo entonces se torna dramáticamente interesante. Al final, pondríamos otra frase de Schopenhauer:



La verdad es que debemos ser miserables y lo somos.

Henry Wallis. Death of Chatterton