domingo, diciembre 31, 2017

Fin de año con Murakami

Sea el dios del jazz, o el dios de los gays —o cualquier otro dios, no importa cuál—, lo que deseo es que uno de ellos proteja a aquella mujer, en alguna parte, humildemente, bajo la apariencia de una casualidad. Lo deseo de corazón. De una manera muy simple
—Haruki Murakami. Sauce ciego, mujer dormida

A Murakami lo conocí cuando estaba de viaje, en una librería de Madrid mientras pensaba en una que entonces no estaba conmigo y ahora tampoco. En ese viaje, durante poco más de un mes, llamé todos los días al mismo teléfono y cada día me respondía la misma voz al otro lado. Acaso por eso se me quedó grabada la imagen que hay al final de ese libro: un desesperado llama en medio de ninguna parte, ni siquiera sabe bien dónde está, pero llama y al otro lado, una voz le responde.


—La versión fílmica es preciosa—

Hace poco alguien me dijo que esos libros le hartan porque no pasa gran cosa, doscientas páginas y el tipo sigue buscando un gato. Esa crítica me sonó a verdad porque, haciendo memoria, y con alguna excepción, las historias de Murakami no son propiamente historias. Acaso sería mejor describirlas como situaciones que se alargan y se tuercen sobre sí mismas, reflexionando largamente. A veces ni siquiera se resuelven. Recuerdo estar leyendo La crónica del pájaro que da vuelta al mundo en la playa, bebiendo como cosaco, rodeado de amigos. Recuerdo que me dejó muy contento. Pero, por mi vida, me sería bastante difícil decir de qué va, o en qué termina. Sé que Creí que se trataba de un tipo busca un gato, que conoce a Jack Daniel, Johnny Walker, el del whisky, y al Coronel Sanders, pero ¿encuentra al gato? ¡Pero ese es otro libro de Murakami! Kafka en la orilla. Viéndolo bien, ese final de cabina telefónica y voces distantes no es un final, sino el principio de una historia que no van a contarnos, o que acaso está por escribirse.

     Creo que por esto último, porque son sólo principio sin final, es que les tengo tanto cariño a los libros de Murakami. Hasta ahora que lo pienso así, me doy cuenta de que en eso tiene mucho en común con Kafka (o con lo que se dice casi siempre de Kafka). Situaciones laberínticas, opresivas o desesperadas que no van a ningún sitio. Pero en las últimas líneas, Murakami siempre deja una puerta abierta, un guiño que obliga al lector —o a mí, en concreto— a darse cuenta de que, aunque el libro está terminado, no todo está dicho, no todo ha sucedido.

     En más de una ocasión, como lo he escrito antes, las novelas de Murakami me han arrancado de la orilla del abismo. Debe ser por eso. Cuando uno se siente tentado a creer que ahora sí, aquí se acabó la cosa, la novela le obliga a uno a tragarse dos medicinas amargas: por una parte, le has estado dando demasiadas vueltas a las cosas y así creas tu propia miseria; por la otra, cuando una historia termina, sólo puede ser porque sugiere el principio de otra. Acaso Murakami escribe novelas que se justifican por los quince minutos, los veinte días, la vida entera que sigue la última palabra leída.



Lo que no significa que mienta quien dice que en esos libros no pasa nada. Es verdad: pasa todo, y nada. Es un refinamiento al estilo de los stilnovistas que con un gesto, una palabra, introducían cambios cataclísmicos en sus universos narrativos. Son Paolo y Francesca, decía Borges, decía Dante, decía mi hermano, que en el infierno saben que su desgracia fue cosa de sentarse a leer un rato. Una mirada, un movimiento de mano, un instante retorcido sobre sí mismo hasta la eternidad. Este es un concepto que El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas lleva hasta extremos majestuosos, estrambóticos, bellos. En La crónica del pájaro que da cuerda al mundo es un gato perdido el que introduce los milagros al mundo. Así, de lo más nimio, desde donde no pasa nada, puede también suceder todo.
 
     En fin, que me encanta Murakami cuando el año termina y empieza otro. Porque ese terminar y empezar no son sino ilusiones, los cortes en el tiempo son aquellos que buenamente nos inventamos. Además, creo que el mejor ánimo para leer por primera vez a Murakami es en medio de una crisis. Cuando los tinieblos te cierran el paso, la muerte o el abandono te la tienen sentenciada. Ahí hay que empezar. El resto es magia y volver de vez en cuando. Recordar que amanece, como lo dice un personaje que acaso es paredro del mismo Haruki Murakami:
«Voy a escribir otro tipo de historias», pensó Jupei. «El tipo de relatos en los que alguien aguarda, ilusionado, lleno de impaciencia, a que amanezca y el mundo se ilumine para poder abrazar con fuerza, envuelto en esta nueva luz, a los seres que ama. Pero ahora, de momento, estoy aquí y debo protegerlas a las dos. Nadie las encerrará en ninguna caja absurda. Nadie. Jamás. Aunque el cielo se derrumbe, aunque la tierra, rugiendo, se abra»
—“La torta de miel” en Después del Terremoto. HM—

Como cada día empieza un año. Como cada encuentro y cada instante son buenos pretextos para que todo siga igual, pero se transforme. También a mí me gustaría decirle eso. Que nadie la encerrará en una caja absurda. Nadie, jamás. Y empezar, a partir de ese flagrante robo de palabras, a escribir una historia nueva.

jueves, noviembre 30, 2017

Debemos ser miserables

¿Sólo será posible la literatura desde la posición del perdedor?
—Günter Grass. De Alemania a Alemania. Diario, 1990.

Ha sido un mes bastante desangelado para escribir. Quiero decir: tengo discutibles ideas, pero apenas me he dedicado a su ejecución. En consecuencia, intento apenas el esbozo de una idea, cosa que tiene un brillo especial mientras leo De Alemania a Alemania de Grass.

     El principio de este borrador está en un artículo que leí sobre el hecho de que los personajes de televisión —y muchas veces también los literarios— son tan rematadamente tontos que desesperan a cualquiera. Ya se sabe, en películas de horror todo el mundo corre para donde no debiera. O la idiotez manifiesta de la policía en contraste con Sherlock y Dupin. Me pregunto si puede contarse una historia en que la artificiosa imbecilidad de los protagonistas no figure. Pensando en eso, topé con una idea maravillosa de Schopenhauer que, con sencillez, demuestra la necesidad de lo irracional para generar tensión dramática:
De diez cosas que nos fastidian, nueve no lo harían si las comprendiéramos a partir de sus causas, reconociendo con ello su necesidad y su verdadera índole: pero esto nos pasaría mucho más a menudo si las convirtiéramos en objeto de la reflexión antes que del fervor o el disgusto.



 —Gustave Doré. Elaine and Lancelot

En otras palabras: el drama depende de que uno actúe como idiota. Quizá así se expliquen las precarias decisiones creativas que describía yo en la composición de esa novela de concurso el mes pasado.

     Juego con la posibilidad de un personaje que actúa según esta máxima schopenhaueriana para ahorrarse el fastidio de la vida cotidiana y los conflictos sociales. Pensemos en un personaje que antes que fastidiarse, de saltar al fervor o al disgusto, inquiere sobre las causas, la necesidad oculta en toda conducta humana. Pase lo que pase, el sujeto actúa sin emoción, busca entender.

     Se trataría de un tipo más bien confundido y consciente de estarlo, pues —buen discípulo de Schopi— sabría que la voluntad se demuestra únicamente con acciones. Considera que inquirir sobre las causas de una acción lo llevará a conocer a las personas como son, no como pretenden ser. Conocer a los demás es entenderlos y así se acabarían los disgustos, el sufrimiento. Quizá es el primer tipo que quiere poner esta sabiduría de lugar común en práctica: entender al otro para lograr la armonía, la paz.

     Siguen ejemplos:

    En una fiesta charlando con amigos, el personaje comenta que sueña con volver a relacionarse con su ex pareja. Esa ex ya tiene descendencia propia. El personaje se siente perfectamente capaz de aceptar esa situación, de adoptar. Uno de sus amigos opina que eso no es posible, que Arturo sería incapaz de aceptar un hijo ajeno. Arturo, quien debería hablar en primera persona toma la palabra en el relato:

     Es claro que reconozco el juicio moral negativo en lo que se dice, pero eso no lo puedo discutir, cada quien se hace los juicios que buenamente quiera. Lo que a mí me interesaría saber es la causa de ese juicio; el proceso lógico, emocional o lingüístico del que esa conclusión ha derivado. Plantear esta pregunta, sin embargo, lleva a la ruptura de la comunicación. Como si mi curiosidad por las premisas implicara un rechazo del juicio o de la persona. Pero no hay furor ni disgusto en mi pregunta, la curiosidad me ha curado de esas emociones. En todo caso, el juicio habla de quién es la persona que lo hace, no de aquél que es objeto del juicio. Pero no hubo manera de conseguir razones, terminaron callándome, diciéndome que todo lo que quería era discutir. Acaso la pregunta más horrible que puede plantearse es ¿por qué?
 
     Como autor, tendría que admitir que es verdad. No puedo imaginarme cómo sería una respuesta congruente a la pregunta que plantea Arturo. Sobre todo, si se plantea un universo enteramente schopenhaueriano en que los juicios son necesarios y predecibles. En que los errores de juicio se esclarecen con un mejor conocimiento de la realidad. Una amable charla debería llevar al cambio de opinión, ajustar el juicio. Pero ¿cómo sería esa charla? Quizá no podemos ser del todo conscientes de aquello que determina nuestro juicio y por lo tanto la charla es imposible.

     Arturo de nuevo:
 
     La última vez que me dejaron plantado, quería conocer la causa. Aquello que hacemos, revela qué queremos. Quien me planto lo hizo porque ese fue su deseo. Me parece muy sano, puesto que cada quien tiene el derecho de decidir cuándo y a dónde llegar o no. Quizá sea un tanto desconsiderado, pero eso sería un dilema ético, que aquí no viene al caso. Pregunté por qué y la persona que me plantó procedió a describir aquello que hizo en vez de acudir a nuestro compromiso. Pero eso no respondía a mi pregunta. Evidentemente hiciste lo que preferiste hacer, mi duda es por qué preferiste hacer todo aquello en vez de esto. O todavía más estrambótico, por qué decidiste concertar una reunión cuando, como se deriva de tu conducta, no deseabas reunirte conmigo. Alguna causa debe haber. Propuse hipótesis y ahí acabó la comunicación. Según me respondió aquella persona, yo le estaba proponiendo una pelea, una discusión. Me dijo que no se prestaría a eso. No quería pelear. Ahí me surgió una nueva duda, ¿por qué alguien querría tomar por ánimo de pelea una simple curiosidad? Que quiere tomarlo por ese lado se demuestra por el hecho de que lo hizo. Uno expresa su voluntad en sus actos. Y a veces no hay nada más violento que no actuar.
 
     Después de otros tantos episodios en que Arturo intenta abordar las pequeñas inconveniencias sociales por el lado de su homónimo, terminaría, efectivamente, sin llegar al furor ni al disgusto, pero acosado por una curiosidad acuciante que ni siquiera el autor del cuento podría saciar...

     Arturo:

     Quizá sea más sencillo hacer como todo el mundo y pasar directo al fervor o al disgusto. Por lo menos son estados transitorios que se olvidan rápido. Estas dudas, en cambio, existen y seguirán existiendo hasta que sean respondidas; es decir: nunca. Allá, en su paz, los otros ya pasaron del furor o del disgusto a la mera indiferencia. Y uno aquí dubitativo como Descartes y sin poder dormir de pura curiosidad. Es que, en serio, si el hecho expresa inequívocamente la voluntad, ¿por qué alguien tomaría voluntariamente por ánimo de pelea o discusión una pregunta curiosa? Es decir, su voluntad se pronunció en favor de una discusión. Y de inmediato se retiró de la pelea diciendo que no quería hacerlo. Pero se retiró con más furor y disgusto que si  se hubiese planteado una pelea.

     Está claro que un personaje excesivamente observador, o que pretendiera seguir el camino de la razón antes que el del furor o el disgusto sería un fracaso. No podría interactuar con ningún otro personaje. Al contrario de lo que parece plantear Schopenhauer, este camino no lo sustraería de la miseria sino acaso, por el contrario, terminaría por multiplicar su fastidio, sus enfrentamientos con las personas “normales”. La peripecia estriba en que un personaje demasiado racional también fracasa y sólo entonces se torna dramáticamente interesante. Al final, pondríamos otra frase de Schopenhauer:



La verdad es que debemos ser miserables y lo somos.

Henry Wallis. Death of Chatterton


lunes, octubre 30, 2017

Blowing in the wind

¿Por qué finge todo el mundo que todo lo que no es importante lo es y mucho, y al mismo tiempo todos se afanan terriblemente en fingir que lo realmente importante no lo es en absoluto?
 —Janne Teller. Nada.

No es un secreto que la industria y la crítica literaria mexicanas son un misterio para mí. Un malentendido que no puede resolverse. Es la sensación que me queda luego de leer una novela que se anuncia “iniciática [...] y [...] sobre los ideales a los que nos colgamos para crecer”. Novela ganadora de un premio literario muy bien dotado y cuyo título hace eco de algún reciente y discutible premio Nobel1. Al principio, me pareció que no se trataba de una mala novela, acaso su único pecado sería el oportunismo. Luego me di cuenta de que estaba ante un texto superficial en torno a una idea chafa que parece no agotarse en las ficciones mexicanas:

     Chico conoce a chica. Y si hacemos caso de lo que dice la novela una y otra vez hasta la náusea, la chica es puta. ¿En serio? Me parece increíble que la “literatura” mexicana siga obsesionada con la falsa dicotomía de virgen o puta. Términos de moralina y simulacro que si ya son anacrónicos en una novela del XVIII, resultan insoportables en una del año pasado.
 

      Casi agradezco que al autor se le olvide la historia de amor a medio libro y no vuelva a mencionarla. Supongo que vale más que guarde silencio respecto a esto que no acaba de tener claro: las relaciones humanas. Sin embargo, no deja de intrigarme el hecho de que se tomara tanto trabajo a conciencia, tantas páginas, tantas horas de batalla con la pluma o el teclado para pintar un primer amor que se resuelve con “era puta y le pegué”. Una página entera con el nombre de la chica seguido de la palabra “puta” en diversos grados y matices. Imperdonable en todo nivel: dramático, técnico, literario, etc. Terminé de leer la novela porque tenía la esperanza de que ese hecho tuviera alguna trascendencia, algún valor o significado para la historia. Pero no. Simplemente se les olvidó, al autor y al personaje, que dejaron a una mujer tirada y sangrando en el piso de la cocina.


 
No imagino el proceso de deliberación que terminó por otorgarle el premio a esta novela iniciática sobre los valores a los que nos colgamos para crecer. Sí, en serio. Acaso no había nada mejor. Cosa que ya sería bastante triste. Peor es imaginar que ganó el marketing y otra vez la historia de cómo putear a una mujer con palabras y con golpes es una suerte de valor, un primer escalón para crecer, el paso inaugural de la necesaria jornada iniciática2.

     Joder.
 
     Quizá he olvidado lo que es tener veinte años y levantar altares que sólo pueden demolerse con la palabra con p. ¿Será? ¿Habrá algún ideal que consiste en enamorarse de una mujer, luego juzgarla de puta y golpearla como resultado de ese juicio inconducente? No entiendo bien cómo sería una relación así. Acaso es porque no entiendo bien qué quieren decir en esta novela cuando dicen “puta”. Pero creo que libros como este y Diablo guardián, coinciden en que la violencia es consecuencia natural de que a alguien le apliquen esa descripción con independencia de su personalidad, su esencia o su individualidad. Encima, esta novela se burla de la de Velasco, que me parece un ataque tan ciego como el que se dirige al espejo...

     Volví a pensar en lo de la edad como explicación para esta salvajada. Pero resulta que el autor es de mi generación. Esta noción me recuerda que nunca encajé en mi generación, todavía no puedo hacerlo. Me cuesta comunicarme y más todavía escribir ficciones. Se ve que, en cambio, al autor de esta novelita, ambas cosas le resultan sencillas, porque conquistó a un jurado que incluye a Cristina Rivera Garza.

     Lo cierto es que me parece mucho más interesante la historia que esta novela olvida. La que seguiría a la escena en que el simpático protagonista golpea a la chica —a quien, por cierto, ya golpeaba otro más porque en este universo narrativo eso es amor, supongo— y la deja sangrando en el piso de la cocina para no volver a pensar en ella. ¿Cómo se levanta? ¿Qué consecuencias tiene para ella este ritual iniciático del héroe? Desde hace mucho las amantes de Ulises y Jasón me parecen más interesantes que los héroes. Tienen una profundidad de la ellos carecen.

 —Nausicaa, por ejemplo—

Hay que imaginase la vida que sigue a la aparición y desaparición de esos protagonistas egocéntricos. La relación que puede establecerse entre estas mujeres y la humanidad después de que se han visto obligadas a levantarse golpeadas del piso de la cocina. La manera en que verían a cualquier personaje menos protagónico y nada violento que llega después del desastre y la violencia. Qué clase de comunicación puede establecerse entre esa chica en el piso de la cocina y su futuro. En este sentido y muchos otros es que preferiría una novela en torno a ella.
 
     Es que ahí está la maravilla de la literatura: nos permite vivir lo que por suerte o por desgracia nos está vedado. Y así nos obliga a replantearnos todo aquello que damos por sentado. Nada más imaginarme esa otra novela, me pregunto, por ejemplo, qué tiene uno para ofrecerle a otra persona, luego de que un tipo o varios la golpearon y la dejaron sola con sus heridas. Acaso agradecida de estar sola, porque la alternativa a la soledad es la violencia. La mayor parte del tiempo, creo que no hay nada qué ofrecer. Uno no es héroe, ni remedio. Y casi siempre, cuando uno se piensa remedio, termina haciendo daño.

     Me imagino la historia: Una vez un tipo invitó a una amiga a tomar unos tragos y charlar. Ella reaccionó como si le hubiese propuesto una indecencia. Él no entendía, pero se sintió culpable de haber cometido una indiscreción. Años más tarde, lee el testimonio de ella en una iniciativa como #metoo. Se le rompe un poco el corazón, porque por un instante se imagina cómo fue que ella escuchó su invitación casual. O la leyó o lo que fuera. »Lo siento«, podría decirle ahora, »es que no conocía tu historia y no me podía imaginar el modo en que mis palabras, mi invitación, sonaban en tus oídos. No sabía que en tu experiencia abrir la puertas implicó, casi siempre, dejar pasar a un enemigo disfrazado. Mi intención amistosa es lo de menos, lo importante es que te dolió«. En todo caso, no habría nada que pueda decir, ni explicar, para remediar o restaurar esa fallida amistad.
 
     El caso es que esta historia suya y el modo en que impactó al baboso que le ofrece unos tragos, me parece más iniciática y más llena de valores que todo el asunto con aquél “protagonista” que alguna vez la lastimó y le hizo sangre. Pero resulta que lo que gana premios literarios es siempre la historia del agresor, su punto de vista, su iniciación al rito de los que son como él. Se trata de un coming of age en que no tuvo que batirse con algún dragón o sobrevivir en el desierto sino, simplemente, golpear a una chica a quien dice amar mientras le grita “puta” porque alguien más la ha golpeado o la golpea antes que él.

     Me cae que no entiendo. Así que esta novela ganó el premio literario. ¿Cómo funciona entonces el amor en la literatura y la sociedad mexicana? La perspectiva se presenta yerma y carente de toda esperanza.

—Sandman © Dark Horse. Neil Gaiman.—




1 No diremos el título ni el autor de la novela, porque no se trata aquí de hacerse famoso a costa de errores ajenos. Baste con las pistas que he dejado a lo largo del texto.


2 Vale la pena aquí, aclarar que “iniciático” se refiere a cualquier acto o experiencia decisiva o a la iniciación en un rito, un culto, una sociedad secreta.

viernes, septiembre 29, 2017

19 de Septiembre

Quizá lo mejor que podríamos hacer es permanecer desprotegidos [...]. Acercarnos unos a otros y al mundo con toda la vulnerabilidad que seamos capaces de aguantar. Abrirnos del todo. Con todo nuestro pensamiento, cuerpo e imaginación, y seguir abriéndonos.
—Forrest Gander. Como amigo.

Una noche estás sentado en el cine con dos chelas y una botana. Menos de veinticuatro horas después, eres un eslabón más en la enorme cadena humana que mueve y organiza ayuda para los que acaban de perderlo todo en el terremoto. La noche siguiente estás molido. Después indignado. Melancólico, survivor’s guilt. Lo piensas así y parece sencillo, las palabras tienen el poder de hacer encajar naturalmente lo que no va junto. La historia que quieres recordar, es la de cada uno de los estados intermedios y sus consecuencias.

19S. Te encuentras a medio camino del trabajo cuando la tierra se sacude, te parece excepcional que incluso viajando en auto sintieras ese movimiento extraordinario, pero no te imaginas lo que en ese mismo instante sucedió por toda la ciudad. La de daño y muerte y destrucción que por inmerecido azar, ha pasado sin tocarte. Miras otros autos que se detienen a la orilla del camino y te parece una exageración inútil. No te convences al ver la sombra de los cables en el pavimento que da cuenta de un movimiento impensable, peligroso. También crees que exageran cuando te impiden el paso al edificio y cuando, sentado todavía en tu auto y con un libro en la mano para matar el tiempo, miras que vacían —por primera vez en todos estos años— no sólo tu edificio, sino el resto de los que hay a la orilla de esa carretera. Cada edificio, cada piso, cada persona. Exageran.

     Empiezas a concederle algo de realidad al asunto cuando miras desde lo alto la marejada de personas asustadas que suben el cerro. Hasta entonces le concedes un poco de gravedad al asunto. Te quedas lejos de la gente, porque bien sabes que estar en medio de una multitud confundida nunca es seguro. Te parece increíble el tamaño de esta marejada humana. En retrospectiva, pensarás que así se ve la salida de un estadio después de algún partido importante. Nunca has visto tanta gente caminando por esta carretera, invadiendo los espacios como granos de arena que se decantan en un reloj que camina hacia el pasado. Aunque reconoces que esa confusión unánime es señal de algo grave, sigues incrédulo. Además, está el teléfono que dejó de funcionar desde el principio. Justo después de que respondieras al primer y único ¿estás bien? que te llegará en varias horas. El servicio no se restablece.

     En la avenida, dos ambulantes bajan de sendos autobuses y gritan: «ahora sí vamos a morirnos». Entre risas e histeria lo celebran, se abrazan e intercambian autobuses. El tránsito está paralizado, por eso los vendedores actúan como si fuesen dueños de la calle y de sus vidas y su euforia. Por ahora, por este rato, lo son.

     Te refugias en un libro. Estás tranquilo porque, en cualquier caso, sabes que vives en el país del simulacro, donde todo el mundo miente y exagera con tal de robarle unas horas al trabajo. Con tal de llamar la atención. Horas, días después, te darás cuenta de que la necesidad de ser incrédulo ante las emergencias es la peor miseria de vivir en esta ciudad. Miras a la gente que pasa y escuchas sus llamadas coloridas de mentira. De primera impresión, los que como tú están donde nada ha sucedido, reconocen que la desconfianza está justificada: La gente quiere sacar provecho, como siempre.

     Al fin te encuentras con tus compañeros de oficina, cuando ya has visto a la marea humana caminando de vuelta a sus edificios. Arena del reloj que vuelve al cauce. Entonces ya no tienes cómo negarlo: sus teléfonos son el canal por el que te llegan las noticias. Edificios en ruinas, evacuaciones, desgracia. Algún día recordarás esta tarde en que debiste haber creído desde el principio. En la pequeña pantalla, miras cómo colapsa la fachada de un edificio que te es familiar aunque no aciertas a identificarlo. La omnipresente bandera lo hace igual a cualquier otro.

     Te das cuenta de que han pasado ya más de dos horas y tu teléfono aun no funciona. Agradeces la suerte de ese último mensaje que pudiste enviar y el hecho tranquilizador de que, a diferencia del resto de estas almas que están varadas a tu alrededor, nadie te espera en casa. Todavía ves en ese hecho una bendición, pero cambiarás de opinión. Tu familia, los que más quieres, no están en la ciudad, y fuera de ellos, ¿quién más podría esperarte en casa? Ventajas de una vida solitaria.

     Las horas siguen pasando, el tránsito paralizado en la carretera frente a ti. El edificio evacuado. Las personas en la calle. De pronto un olor a gas que llena el ambiente. Tomas conciencia de tantos autos, tantos cigarros, tanta gente. Ya podrían estar todos en medio de una explosión. No entiendes cómo pueden seguir fumando cuando es tan claro el riesgo. Sigue pasando el tiempo y la gente se apresura a unirse al éxodo masivo. Tú esperas y así eres testigo de personas que llegan a preguntar por otras tantas que se han ido precisamente a buscar a los que llegan. Es triste. Desencuentros causados por la desesperación y el miedo. El remedio convertido en veneno. Piensas en tu padre, hace 32 años, haciendo lo posible por volver a casa en un desastre que lleva el mismo día en el calendario. Piensas en tu madre, en esa noche y madrugada que apenas recuerdas como un mal sueño. Qué diferente esta precaria tranquilidad de saber que a ti nadie te espera, nadie te falta.

     Han pasado cuatro horas y emprendes el camino a casa. Es irresponsable, pero mientras manejas, vas buscando cómo hacer funcionar el teléfono. No sabes si rompes la ley o vulneras tu contrato, pero a estas alturas no te importa. Cambias la programación del aparato hasta conectarte a una red. Un ojo al camino y otro a la pantalla. Una mano en el volante y la otra en el teléfono. Un lujo que puedes darte porque apenas hay movimiento. No por eso menos irresponsable. De golpe, llegan todos los mensajes que tus amigos preocupados han enviado en estas horas. Pasas lista. Dentro y fuera del país, las personas que pensaron en ti. Feliz porque todavía están ahí para pensarte y esperar respuesta.

     Llegas a casa más de cinco horas después del terremoto. Lo primero es comer algo. Aunque cada bocado te sabe un poco a culpa, piensas en los que a esta hora también están en casa, pero ese hogar es escombro sobre sus cuerpos. Es preciso hacer algo. Después de todo, ¿qué te retiene en el sillón? Nada. Allá afuera, en cambio, quizá sirvas de algo. Pero, ¿dónde? Hace años boicoteas a los medios. En casa no hay radio, ni señal de TV, ni internet. Así que usas al teléfono como ventana a las redes sociales, ya debe haber alguna guía. Llaman a brigadas en el estadio. Lo piensas. A tu edad, ¿serás útil? Quizá lo mejor que tienes para ofrecer es que nadie te espera en casa. Puedes quedarte todo lo que haga falta, emprender cualquier esfuerzo, en cualquier sitio.

     Si te hubieran preguntado hace años, habrías jurado que de ella no te vendría otra vez la inspiración o algo de ternura. Sin embargo, es esa presencia robada al pasado quien te dice que quiere ir a la brigada, pero no sabe si puede hacer pasar a su familia por eso. Ahí te decides. Irás. Por ella y por todos los que no están cerca o los esperan en casa. Irás. Tus manos por las de ella. Te pide que no te pongas en riesgo y aceptas, pero en tu corazón sabes que, en cualquier caso, no te extrañarán demasiado. Será que lo mejor que puedes ofrecer es tu poco apego a ti mismo. Prometes que vas a cuidarte, pero sabes que si es necesario, no lo harás.

     Te preparas con la ropa que usabas para ir de escalada y de montaña. Apenas cierras la puerta tras de ti sientes algo similar la miedo. No sabes dónde puedes terminar esta noche, si volverás a casa hasta mañana o pasado. Te tiembla levemente el cuerpo. Entonces la ves. A tu último proyecto de familia o de hogar. Apenas la reconoces sientes algo como ternura, como alivio. Por más que ahora estés convencido de que no te quiso, alguna vez fue tu futuro. Se saludan con un beso de circunstancia y apenas se separan, ella te sorprende con una mirada que es alivio y preocupación y miedo. Te abraza. Hay ternura en ese abrazo. En los días que siguen aprenderás a atesorar esa ternura. Es la única persona que te abrazará en toda la semana. Tu último fracaso será tu consuelo. Te abraza y luego se separan, cada uno recorrerá por su lado el camino hasta el estadio. Ella tiene quien la acompañe, cosa que agradeces. Otro pequeño milagro a la cuenta.

 Cortesía de Gaceta UNAM

     En el estadio, un caos de gente y vehículos que llevan ayuda. Empiezas a temer lo que sigue, pero te acercas. Los reconoces por la ropa que llevan, por lo que podría llamarse equipo. Lámparas de minero, mochila con agua y herramienta. Estos serán tus hermanos el resto de la noche. Como tú, son los primeros en moverse cuando del desorden empieza a surgir la intención. Como tú, son los que gritan y exigen a quien quiera escuchar que presten sus manos porque hay que organizar la ayuda mientras se preparan las brigadas. Así empieza la cadena interminable, la separación de víveres, medicina, agua, herramienta y todo el resto. Al principio todo marcha bien. Una línea y un orden claro al final. A las dos horas, se va corrompiendo. Surgen otras líneas. Empiezan a confundirse los alimentos con las medicinas. El garrafón de agua con el que contiene alcohol. Gritos. Fuerza. ¿Quién está causando este desorden?

     Piensas en la entropía. Cuando alguien intenta crear un orden artificial en un sistema que funciona, lo que ocurre es que el desorden se multiplica. Eso hace una persona con buenas intenciones y acaso demasiado llena de sí misma. Pide que lo que ya está ordenado en un sitio, se mueva a otro. La nueva línea de gente empieza a tirar las coas. Comida que se desperdicia, agua que se derrama. Porque su operación de orden exigía mover las cosas, no moverse ella.

     Desastres así toda la noche, modestos pero frecuentes. Llenado de cajas que terminan por desfondarse. Apilamiento de víveres hasta que los del fondo se colapsan y beneficiarán sólo al piso. El estadio parece un concierto. Gritos, botellas que vuelan, de vez en cuando una porra. A lo lejos, un funcionario actúa como marioneta para las cámaras de televisión. Pasa corriendo una botarga. ¿Qué carajo está pasando? No es una fiesta. En eso gritan el nombre de la brigada en la que tú y tus amigos que no volverás a ver, cuyos nombres ni siquiera has preguntado, se anotaron. La noticia te deja más confundido. Las autoridades exigen que no haya más brigadas. ¿Sería eso lo que anunciaba la marioneta ante las cámaras? Autoridades del ejército y la marina. Piensas en tu amiga que está en el ejército, en su familia entera. Por lo menos tres pares de manos honestas en el universo que es el ejército. No deja de comerte el alma la pregunta de si en las manos de esos soldados habrán herramientas bastantes para la ciudad más asquerosamente grande del mundo. O si serán las armas sus herramientas. Te preguntas si el ejército excluye a las brigadas porque ya empezaron los saqueos, las riots y todo lo que es de esperarse en este país de mierda. Ahí termina la brigada Rosa, la que formaron los tipos rudos y equipados con las chicas de clase media alta, piel blanca y mucho ánimo. Cuesta trabajo creer que en otras circunstancias habrían considerado seriamente la idea de irse a cualquier sitio en medio de la noche todos juntos. Tomarse mutuamente la mano y juntar destinos. En cualquier otra situación serían ellos siniestros y ellas, acaso, displicentes. Hoy fueron hermanos de una brigada que no llegó a ser necesaria. Se pierden.

     Regresas a la zona de acopio y ya nada tiene sentido. Manos que no paran de llevar ayuda. Al fondo, otras tantas que pretenden ordenar la ayuda de formas muy distintas y contradictorias. Recuerdas las listas de Borges: por color, por sabor, por olor, por contenido de azúcar, las que ya mencionaste, las que no están todavía en esta lista, las que usan artículo neutro, las que se fabricaron en Asia. Así, sin ton ni son, órdenes contradictorios. Te unes a una cadena y a otra pero ya ninguna está ordenada, casi parece que las personas se arrebatan el privilegio de recibir una caja, una botella o una bolsa. Como un ritual de boda y ramo deforme. Te cruzas brevemente con uno de tus amigos de brigada. Creí que te habías ido, te dice, y te palmea la espalda, feliz de verte entre el caos que no sabes bien cómo se desató. Como si juntos pudieran volver la marejada de ayuda al cauce sobre el que empezó. Claro que sigo aquí, le respondes, a morir. A morir.

     Te tomas un minuto para mirar al rededor. Insisten en llenar cajas que van a desfondarse. El piso está mojado y resbaloso de puro desperdicio. Te rompe el corazón. Hay demasiada gente. Tendrían que ser menos, tendrían que ser capaces de orden, como al principio. Pero es imposible. Ahora son demasiados. Por lo menos la herramienta sí está lista. Entonces te das cuenta, en estas horas no ha salido un sólo camión o transporte con ayuda. Ni siquiera ha llegado uno para que tantas manos desesperadas por actuar lo llenen a tope. A estas alturas, la única forma de ayudar es hacerte a un lado.

     Caminas de regreso a casa atravesando la Universidad. Paisaje tranquilo y nocturno que contrasta con el caos del estadio. Otros tantos como tú, pero quince o veinte años menores, caminan también de vuelta a casa. Miran las cuarteaduras en los edificios de filos y derecho, en medicina un poco más lejos. Esto es lo que hay, un mundo resquebrajado que todavía cruje, porque la naturaleza es implacable y porque como sociedad somos incapaces de organizarnos para salvarnos.

     Por lo menos vuelves a casa, como prometiste en falso, sin ponerte en riesgo. Tu casa está vacía y nadie te espera. Es ahora cuando cambias de opinión. No hay nadie para abrazarte y decirte que todo estará bien. Para desahogarse contigo de la angustia que implica haber visto todo ese desperdicio y circo en medio de las buenas intenciones. Nadie para hacer teorías conspiratorias sobre las brigadas prohibidas. Con quien hablar. Nadie salvo tu propio eco en el vacío. Nadie que te aclare que es estúpido sentirte culpable por haber comido, por tener una cama dónde dormir y agua caliente y electricidad y techo. Estás solo y ni siquiera vas a poder llorar. O no tan solo porque si lo piensas, como te lo anunciaron en una estación de tren hace más de diez años, siempre tienes un amigo que se llama Jack. A friend you can call by name, no matter where you are: Jack Daniel’s. A real gent.
 

Miércoles. A la mañana siguiente eres un trapo. No tienes ánimo para levantarte. Te duele el cuerpo. Tienes moretones que no sabes de dónde han salido. Desde su propia angustia, la que te inspiró pregunta si vives y estás entero. Sonríes. Le ofreces unirte a cualquier esfuerzo que ella emprenda. Sigues las noticias en el teléfono. Desastres. Tu vieja colonia. Las corruptelas que ya empiezan a asomar su rostro horrible. Tienes un par de manos cansadas y eso es todo. Mensajes de amigos y familia que te hablan de que todo está bien. Al mismo tiempo estás herido en el corazón. Deprimido, quizá. Culpable, como todos los que están intactos. Survivor’s guilt, le dicen. El recuerdo de un fugaz abrazo como antídoto. Recibes la noticia de que mañana es preciso presentarse a la oficina. Amenaza velada que proviene de las más altas esferas. El edificio ni siquiera ha sido revisado. Recuerdas las grietas que supones no son graves. Pero tú qué sabes. You call for Jack, y responde.


Jueves/Viernes. Encerrado en la oficina, te preguntas si no habrá algo mejor que podrías estar haciendo. Te consuelas con la idea de no estorbar, con las imágenes del caos de esa noche en el estadio, el desperdicio. Desde otro país, la voz de tu madre es una caricia. Al fin sabes que el edificio que viste caer en un video está a unas cuadras de la casa donde creciste. En la vieja colonia hay zonas de desastre. Acaso servirías mejor allá que en esta oficina. Acaso no. Te agobian las noticias sobre el entorpecimiento sistemático del rescate por parte del gobierno. Encerrado en la oficina entiendes que eres parte del problema: todos a sus puestos, aquí no ha pasado nada. Eres simulacro involuntario de normalidad. Tampoco es que puedas hacer algo. Así van los días, encierro de oficina. Dos amigos tienen que abandonar departamentos dañados, sacar de ahí todo lo que tienen. No puedes ir. Eres parte del problema, de la simulación. Aquí no ha pasado nada. Te sientes sucio. Pero si no cumples con este encierro y el horario, pasado mañana acaso no tendrás casa para ofrecerle a tus amigos.


Sábado/Domingo. El fin de semana te das una vuelta por el viejo barrio. En un radio de cinco cuadras, otros tantos derrumbes. Ya no necesitan manos. Necesitan cortadoras de concreto y cosas de las que nunca has oído. Tus estudios son exquisiteces en el arte de ser inútil. Oído en la televisión al pasar: los niños rescatados de entre los escombros del colegio deben conseguirse otra escuela, según informa el secretario de educación. Te enoja, te dan ganas de romper la pantalla. Esa es la noticia y el comentario con los escombros y la muerte de fondo. El puto señor secretario anuncia lo obvio. Simulacro de comunicación o de noticia. En vez de usar la televisión para organizar esfuerzos, coordinar ayuda. Que se consigan otra escuela. Por eso no tengo señal, dices, ruges. Al mismo tiempo, lees en redes los esfuerzos titánicos que hacen y siguen haciendo las personas por ayudar y evitar que los corruptos y ladrones perviertan esa ayuda. Los rateros. El decomiso de camiones. La resistencia contra los bulldozer. Que corrieron al chino de algún sitio por inútil y miserable. Eso te da esperanza.

     Todo te conmueve. Una canción, una escena, un recuerdo. Ella, en la que piensas, no se acuerda de ti, ni lo hará. Llevas casi una semana sin hablar con alguien. Eso que te dio tranquilidad en la emergencia empieza a parecerte un error fundamental. ¿Quién velaría tu cuerpo? ¿Quién lo defendería de los bulldozer? ¿Qué te espera a la vuelta de los años? Tu nostalgia es nada por comparación con los que perdieron casa, con los muertos y sus deudos. Pero es tuya y tienes que vivirla. Mientras dure, en lo que la normalidad se entromete y las cosas vuelven a ser lo mismo de siempre.

* * *

Te gustaría creer en otro desenlace. En que todo esto dure. Que el dolor dure. Que este ser vulnerable y reconocer a tu hermano en la humanidad será permanente. Que harás amigos inmediatos como en el estadio. Que nadie mirará feo a nadie por llevar un tatuaje o algún color de pelo o estar más moreno o feo de lo que es aceptable. Que como todo el mundo te reconocerás vulnerable y necesitado de cariño y de contacto. Que todo el mundo reconocerá que es vulnerable y necesita al otro. Que valorarás cada abrazo como el que te dio ella hace días. Que apreciarás cada palabra como aprecias esa recomendación de no ponerte en riesgo. Y que la humanidad, igual que tú, irá tirando poco a poco por mejor rumbo. Que nos abriremos de cuerpo, alma y corazón y así seguiremos hasta siempre.

     Te gustaría creer en todo eso. Pero no puedes. Sabes que en un rato la normalidad se apoderará de todo y de todos. Que tú, y todo el resto, volverán a ser los mismos. Estarás sólo, tranquilo y autosuficiente. Aislado, como todo el mundo. Detrás de la barrera silenciosa e impenetrable de la norma social en esta gran ciudad del simulacro donde la mayor parte del tiempo uno no se puede creer que hay emergencia porque siempre es mentira. Donde simulamos vivir juntos pero preferimos no tratarnos. Simulacro de sociedad que este terremoto sacó de quicio dando como resultado que, por un rato, todos sean el otro.

     Te gustaría creer que esto ha de durar. Este ver en el otro a ti mismo. Y que cada uno se vea a sí mismo en el otro. No lo crees, por más que lo deseas. Porque aquí has vivido toda la vida y treinta y dos años más tarde, hay un mega simulacro anual, pero ni siquiera en el día conmemorativo estamos listos, ni tenemos un plan. Ya no digamos para evitar la desgracia, que ello es imposible. Sino para ayudarnos y rescatarnos los unos a los otros. No somos capaces de despejar el camino o llevar ayuda a donde se necesita. Has vivido aquí toda la vida y sabes, como todo el mundo, que estamos a merced de la buena voluntad que aparece cada treinta y dos años, en la desgracia. Y nunca más.

miércoles, agosto 30, 2017

Un buen hombre

We do not choose between things but between representations of things.
—Amos Tversky

No hace mucho platicaba con una amiga sobre relaciones y amistades que terminan. Cuando uno anuncia que abandonó o le han abandonado, casi siempre tiene que explicar por qué. Todo abandono es evidencia de un conflicto y significa, esencialmente, que ese conflicto no va a solucionarse. Así que podemos estar seguros de que al otro lado, en algún sitio alguien está hablando de nosotros. No será una descripción inocente, pues el conflicto sobrevive a la relación, ocupa su lugar. No es verdad, no es mentira. Es sólo algo que dicen de nosotros.

     Creo que llegamos a ese tema porque recientemente leí Los amores de Nishino de Hiromi Kawakami. Dudo que pueda decirse que este magnífico libro es una novela o un relato. Se trata de una suma de voces y testimonios sobre el tal Nishino, a quien sólo conocemos por las descripciones que de él hacen las mujeres a las que quiso. El título me parece maravilloso, porque menciona al personaje, pero lo convierte en mera referencia, en eso que tienen en común muchas personas que, casualmente, fueron sus amores. Cada una le cuenta al lector su versión de Nishino. Nunca escuchamos a éste, ni se le cede la palabra, pero sabemos que fue amante de una muy respetable cantidad de mujeres. Son sus historias las que dan forma al libro, retándonos a construir una imagen congruente del amante.


Conocemos por rumores, por espejo, al enamorado, al hambriento de amor, al que quería casarse con cada una de las mujeres que amó, al frívolo, al desesperado, al que cuidaba a una hija ajena como si fuera propia. Más que una biografía o una celebración del casanova, Kawakami nos acerca a las mil formas en que una misma persona extiende la mano del mendigo en busca de un cariño que sea permanente. Y es que hablar de los amores de Nishino no necesariamente implica que alguien lo haya amado a él: »Las personas tienen derecho a enamorarse de otros, no a que los demás las amen«, dice lapidariamente una de ellas.

     De ese modo, Kawakami nos enfrenta con la inestable relación que guardamos con nuestra propia historia. A veces, cuando nos reunimos a hablar de alguien que ya no está, descubrimos nuevas versiones o aspectos o dimensiones de esa persona. Parece triste. Quizá no le conocimos en absoluto. La pregunta sugerida es si seríamos capaces de reconocernos escuchando a otros hablar de nosotros.
La reproduction interdite. René Magritte—

Y es que cada uno es protagonista de su vida, pero no de su historia. La descripción que cada uno hace de sí mismo resulta indiferente, porque la verdad se compone de la suma de las descripciones que hagan de nosotros aquellos a quienes quisimos o nos quisieron. Además de los odiados, los heridos, los indiferentes y todo el resto. Cada persona dirá algo distinto de nosotros cuando estemos ausentes o muertos y así la historia de nuestra vida tendrá un protagonista enteramente distinto a quien sea que vivió la vida que esa historia narra.

     Quizá no nos conozcamos a nosotros mismos sino hasta que aprendamos a escuchar. Cuando exijamos escuchar lo que las personas más queridas opinan de nosotros. Acaso en el amor, lo mismo que en la vida, la única descripción fiable es la de los demás y no la de uno mismo.

     Mi amiga y yo estuvimos de acuerdo en que lo peor sería que hablaran de nosotros en términos vagos y anodinos. Que dijeran, por ejemplo, es un buen hombre. Nada más... Que no haya pasión en la memoria, heridas o alegría en el recuerdo. Que no se mezclaran ahí las ilusiones rotas o la esperanza o la nostalgia. Es un buen hombre. Mejor sería una suma de historias como la de Nishino, en que la memoria, la duda y el cariño dan lugar a las contradicciones. Hasta ahí llegamos.
 
     Por eso prefiero, ¿sabes?, que te abrieras y me dijeras todo lo que me dijiste. Prefiero lidiar con tu odio, tu miedo, tus recelos y todo el resto, que seguir cantándole tangos a tu ausencia y tu silencio.

En la doliente sombra de mi cuarto al esperar sus pasos que no volverán, a veces me parece que ellos detienen su andar. Pero no hay nadie y ella no viene, son sólo fantasmas que crea mi ilusión. Y que al desvancerse va dejando su visión, cenizas en mi corazón.
—Carlos Gardel. Soledad.


martes, julio 18, 2017

Las Bibliotecas

Gracias a los buenos oficios de una querida y gran amiga, los de Langosta Literaria me permitieron participar en su labor de lectura y recomendaciones. El texto completo se encuentra siguiendo este link:


La ilustración de Newton por William Blake, puede ser vista

 Aquí.

Gracias por sus lecturas!

 —Urizen. William Blake.—

viernes, junio 30, 2017

Anotaciones


Rescato estas anotaciones hechas junto al mar, en un viaje hace casi diez años:


 —Caspar Friedrich David. Felsenriff am Meeresstrand

1. Hace unos años, el mar parecía un horizonte abierto hacia el futuro, ahora siento que se cierra hacia el pasado. Que la búsqueda de aquella verdadera vida terminó algo extraviada. El camino en esa búsqueda, aún con sus pérdidas y sus cambios, extraviado y todo, tiene su belleza. Pero es hora de mirar de nuevo hacia adelante.

2. Claro que anoche hablé de ella. Como siempre. El amor sólo abarca su nombre. Ella, cada vez más lejana, y, en consecuencia, mis sentimientos cada vez más ridículos. No sé dónde está.  Es evidente que no desea que yo lo sepa. Lo que me cuesta trabajo superar es su historia, la acumulación de desgracias que fue su vida —o que le creí, porque a estas alturas, quién va a saber—. Es lo que me duele más, lo que me da rabia, el impacto de su vida en mi mundo, la mirada distinta que me dejó y que no puede remediarse porque no sé dónde o cómo está.

3. En el mundo hay más nostalgia de lo que parece: el rostro lindo de alguien a quien jamás conoceremos, el movimiento de una nube que parece caminar casi a la altura del techo de una enramada, el cielo y la luz que apenas encuentran un par de nubes como obstáculo y se transforman. Dan la impresión de ser manos, brazos abiertos en espera de un reencuentro, con las palmas abiertas como para demostrar sus buenas intenciones. Las olas que mueren como espuma y se desvanecen para renacer, iguales, distintas en un momento y volver a empezar. Hay cierta amargura en esos paisajes, en la imagen del sol que se hace rojo y visible mientras se oculta despidiéndose, como la sonrisa vaga en el retrovisor. Los últimos rayos anaranjados, la última luz antes de la obscuridad y las tinieblas. Creo que siempre he encontrado estos sentimientos en el horizonte marino. Algo como una llamada, como un reencuentro fallido. Pero ahí no hay significado. El significado está en mí, en mis ojos. Me pregunto por qué descubro en el cielo manos abiertas, como de reconciliación tras una pelea. Mera imaginación, pero esas nubes, esa forma que toma la luz al atravesarlas, son siempre la misma imagen, la de alguien que para pedir, ofrece. Los últimos tonos desaparecen ahora del cielo. Me cuesta ver lo que escribo. Me levantaré para despedir la luz. Mañana volverá, pero no será la misma. Desencuentro perfecto. Acaso, alguna vez, la permanencia. 

 —Caspar Friedrich David. Monk by the Sea