lunes, agosto 29, 2016

Solaris

Puesto que el hombre que lee, a fondo y diríase obstinadamente, todo lo publicado en relación con Solaris, alberga la irresistible sensación de estar tratando con fragmentos de constructos intelectuales, quizá geniales, mezclados sin ton ni son con los frutos de una completa estupidez rayana en la locura.
—Stanislaw Lem. Solaris.

Como todo el mundo, he estado en Solaris, testigo asombrado del lento surgimiento y decadencia de de los monumentales y microscópicos universos que se agotan sin ningún sentido sobre la superficie incomprensible de lo que suponemos es un planeta. Como todo el mundo, también, he tenido frente a mí la aparición imposible de mis culpas o mis sueños descarnados en la figura de una persona querida u olvidada, la aparición que me obligó, como a todos, de un modo o de otro, a reconocer los hechos y percatarme del absurdo implícito en cualquier explicación o narrativa de la experiencia vivida.

     Como todo el mundo, agoté primero mi cerebro y después toda ilusión en las tres etapas que siguen a la aparición solarística: primero busqué comprender, luego soñé conservar y, finalmente, quise repetir. Al final del recorrido, muchos se han lanzado a la superficie inestable y acogedora del planeta para implorarle a ese demiurgo —indiferente o idiota— que les otorgue la repetición y la eternidad. Nadie los ha vuelto a ver. O quizá los hayan visto, dado que ellos, a su vez, serán el eco de otra persona, en cuyo caso es difícil decir si es precisamente a ellos a quienes se ha vuelto a ver. Otros tantos se consuelan con la idea, la interpretación y el culto a la experiencia vivida en forma de memoria o especulación. Y vuelven entonces al primer punto: la ambición de comprender. Son estos los autores de infinitos libros sobre el sentido, la lección y, peor aun, sobre la fe en los fantasmas. Escritores a los que llamo apóstoles del propósito. Tan idiotas como los otros, los que llamo mártires de la necedad. Sólo la locura justifica creer en la repetición o la comprensión. Ambas son esperanza, y el viejo Nietzsche ya hace unos siglos nos advirtió sobre los riesgos de la esperanza. Con base en la esperanza, ciencia y religión firmaron un pacto vergonzoso respecto de Solaris y sus apariciones. Las explicaciones de ambas disciplinas carecen de sentido o de fundamento si no es la apelación a la esperanza. Sólo la filosofía ha sabido mantenerse a raya de esa escandalosa transigencia.

     Hace tiempo, la filosofía renunció a comprender, conservar o reproducir. Hace tiempo, alguien —Schopenhauer— se planteó al fin la pregunta esquizofrénica: “cabe admitir como algo probable que [...] no sea posible conocimiento alguno, no sólo para nosotros, sino en general, o sea, nunca, y en parte alguna; que esas relaciones no sean sólo relativamente insondables, sino que no sean relaciones en absoluto; que no sólo nadie las conozca, sino que sean incognoscibles de suyo, al no entrar en la forma del conocimiento”. Aplicar esta idea a las apariciones de Solaris no es difícil: suponemos que esos fantasmas inmortales y conscientes que Solaris materializa por ningún motivo discernible, son al mismo tiempo ecos suyos, limitados a la proximidad de sus multiformes océanos; y ecos de quien los mira, limitados por la memoria y la mente de quien los enfrenta. ¿Y si estas suposiciones son falsas? ¿si en realidad no hay relación alguna? Hume explicaba que no hay manera racional, inequívoca, de distinguir causalidad de correlación. Es decir, no hay forma de saber si existen las relaciones. Esa es la base de la filosofía solarística seria: aquello que parece limitar o determinar (begrenzen es el término en que han acordado usar para unificar la idea más allá de sus matices lingüísticos) al eco, no puede usarse para entenderlo, ni para explicarlo.

     Partir de eso que parece, sería caer en otro de tantos adulterios entre fe y ciencia. La filosofía no debe partir de premisas irracionales como lo hacen otras disciplinas. Así pues, si eliminamos la noción de causa o relación, también rompemos con la petición de principio de la agencia. Solaris no produce, ni nosotros tampoco, a los ecos; en consecuencia, tampoco los limitamos. El hecho es que están. No pueden comprenderse, ni conservarse, ni repetirse, porque no entran en la forma del conocimiento. »El Contacto«, escribió Kelvin, »significa un intercambio de experiencias, de términos o, al menos, de resultados, de ciertos estados, pero ¿y si no hay nada que intercambiar?«

     La interpretación, que es el error en que caen la ciencia y la fe, es que el encuentro es un contacto y que el contacto tiene un fin. En este punto conviene recordar al profeta Ludwig Wittgenstein: toda interpretación es una falsificación. En el caso de las apariciones, se interpreta que su fin, para mayor escándalo, coincide con su causa: nosotros. En el nosotros puede incluirse a la humanidad, a Solaris o a ambos, el resultado es el mismo. Es preciso abandonar esta idea absurda porque no existe una sola vía de pensamiento que permita interpretar al hecho de la presencia como un mensaje. Porque un mensaje sólo existe ahí donde puede ser interpretado conforme a un código arbitrario e institucionalizado de forma consensual. Y no hay consenso posible entre un hecho y otro. Ni Solaris nos entiende, ni nosotros al planeta, ni cada uno a sí mismo. Si no hay mensaje, no hay causa, no hay fin y, por lo tanto, no hay begrenzen. De manera que todos hemos estado siempre, en todas partes, en Solaris.


     Es la única vía racional de concebirlo. Basta con pensar en cada otro como una aparición. En mi caso, como en el de todo el mundo, fue accidental que mi eco surgiera de la nada. O yo, como eco suyo, surgiera de la nada. Al principio, como todo el mundo, quise comprenderla. Y acaso ella a mí. Atrapado en la maraña de preguntas y explicaciones que sigue a todo encuentro, quizá por la curiosidad, quizá por el tiempo invertido, su presencia fue haciéndose indispensable. Es el camino que todos recorremos y del que ya ha dado cuenta Kris Kelvin en su fascinante testimonio. Pensamos que alguien está ahí por nosotros, para nosotros, en nosotros. Fascinados por la presencia, nos entregamos a la búsqueda de comprensión y sentido pues, »¿De qué había servido, si no, todo aquél tiempo transcurrido entre objetos, rodeados de cosas que habíamos tocado juntos y del aire que aún recordaba su aliento? ¿En nombre de qué?«. Como Kelvin, todos renunciamos a la esperanza con el mero transcurso del tiempo; aprendemos que es imposible comprender a nadie, y si tenemos suerte, nos conformamos con ser capaces de conservar la presencia. Nos aferramos entonces a los amigos, a la familia, al amor y a las mascotas (ha sucedido, aunque no es muy frecuente, que un viajero a Solaris asegure haber sido acosado por la absurda presencia de un pulpo o un irónico conejillo de indias); porque no queremos admitir que, como todo el mundo, son ecos.

     Yo me aferré a ella un tiempo y después, al renunciar a la comprensión, busqué la permanencia en el registro minucioso de cada día y cada momento. La descripción y la memoria ocuparon el sitio de la comprensión. Quise conservar lo que sabía que perdería. Y la perdí, por supuesto. Ella desapareció, como todo el mundo. Estuve tentado y perdí incontables horas en la búsqueda del sentido, como si esa desaparición y la presencia previa fuesen un mensaje que pudiera adivinarse como los sacerdotes adivinan en las entrañas de los animales. Otra eternidad, la perdí contemplando la nada y esperando el regreso. Algún tiempo pensé, también como todo el mundo, que la memoria es un camino de recuperación. Pero es difícil decir si esos a quienes vemos en la memoria son precisamente a quienes creemos haber perdido. Si alguien me ha visto y me trae a la memoria, su recuerdo guarda tanta relación conmigo como las apariciones solarianas con aquello que imitan o parecen imitar. En todos los casos el resultado es el mismo: fracaso. No comprendí, no conservé, no recuperé. Como todo el mundo. Porque es imposible. Ambas son interpretaciones que pretenden limitar desde mí, aquello que no forma parte mía. Si yo no soy su causa, tampoco puedo tener agencia sobre ello. Y lo mismo le pasa a todo el mundo.

     ¿Quién era el eco entonces? Ella o yo. O ambos. O ninguno. Es imposible saberlo. Ella fue el monumental y microscópico universo que surgió y se agotó sobre la superficie infinita, incomprensible, que soy yo. A mi vez, habría sido entonces un hecho superficial y sin sentido en su límite exterior. No importa en qué dirección se camine junto a una línea infinita, nuestros pasos no se dirigen al principio ni al fin. Nuestros pasos, entonces, como todo encuentro y desencuentro, carecen de sentido. Porque todos hemos estado en Solaris. Todos somos Solaris. Y ahí donde dos palabras significan lo mismo, no tiene sentido usar dos palabras, basta una sola. La antinomia se disuelve borrando una de ellas. Borramos así la contradicción aparente que se introdujo por un uso impropio del lenguaje:

No debe decirse:
Como todo el mundo, he estado en Solaris.

Debe decirse:
 Como todo el mundo, he estado.

O, resumiendo:
Solaris


Bibliografía: Lem, Stanislaw. Solaris. Madrid : Impedimenta, 2012. (1961).